La tristeza del faisán

Eran las 05.30 hs de una mañana de un otoño casi primaveral. Caminaba rumbo a mi trabajo por la ruta E64 que comunica la ciudad de La Calera con la localidad de Dumesnil. El paisaje típico de la zona era magnifico. Se respiraba vida.  A mi derecha el milenario río Suquia. Serpenteante, abriéndose paso entre vegetación y rocas eternas. Rocas y vegetación que el viejo río modela a su paciencia y antojo, día a día, minuto a minuto. Es que tan célebre escultor tiene todo el tiempo del universo para hacer sus obras. A mi izquierda la montaña.

En ella los espinillos, los sauces, las moras. Las pencas todavía florecidas. Más allá los eucaliptos, gigantes de brazos abiertos y melena verde agitando sus ramas nuevas al compas de alguna brisa fresca de la mañana. ¡Qué amanecer! Agradecí a mi Diosito eterno por permitirme ver todo ese espectáculo. En el río revoloteaban libres algunas majestuosas garzas blancas, princesas ellas de aquel lugar de la tierra. Los zorzales entre los ceibos ensayaban un canto tímido y las  palomas torcazas se alimentaban a la orilla del camino de la dádiva divina que provee el viento al peinar la cima de algún camión semillero sobrecargado y mal cubierto de lonas.

Todo pasa por algo, un déficit compensa otra carencia. La madre tierra es así de simple, así de equitativa. Yo iba prisionero de un plan. Un plan que, quizás, me persigue desde mi época de niño. Aquel niño de campo que, en la provincia de Buenos Aires, veía como sus padres y sus hermanos labraban  la tierra y sembraban sueños con forma de semilla de trigo o maíz. Era vida de campo. Vida dura, pero vida al fin.  Ellos criaban aves domésticas: gallinas, pavos, patos, gansos y algún otro animal plumífero. También, por supuesto, animales de corral como ser vacas, caballos, ovejas, cerdos y otros. En mi inocencia de niño no observaba muchas cosas, que hoy, pese a que no tengo agudeza visual, se me han hecho más claras. En aquellos tiempos todo el mundo giraba a mí alrededor.

Hoy ya no. Sin embargo quedaron cosas grabadas en mi mente que no puedo dejar de pensar, entre ellas ese plan que me aprisionaba: criar gallinas de postura. ¡En mi casa! Donde no hay casi lugar. Donde debería luchar contra la falta de mi propio tiempo, la poca colaboración de mi familia en ese proyecto que para ellos sería irrisorio. El tiempo, los gastos de mantención. Había escollos, pero lo hablado con el dueño de la forrajera  y venta de aves que está ubicado sobre la misma ruta me había entusiasmado más para llevar a cabo mi plan. No era una gran inversión comprar cuatro gallinas de postura. Apenas un diez por ciento de mi ganancia semanal. Recordando lo conversado con el vendedor de mascotas y aves me apresuré a llegar y observar desde la calle misma mi futura compra. Se podían ver las gallinas (confieso que algo maduras ya), en una jaula loros, en otra conejos y más allá unos enormes gansos blancos, que a esa hora de la mañana saben emitir sus gansos chillidos esperando alimento.

Me detuve un rato, hice mis planes de cómo fabricaría el pequeño gallinero, calculé la cantidad de huevos diaria a recolectar y otros detalles a tener en cuenta. Al observar los conejos confieso que también se me cruzó comprar algunos para iniciar mi pequeño y postergado proyecto de granja. De repente, en un rincón donde la luz de la calle dejaba ver con más claridad que la luz del nuevo día, vi un ave de colores vivos. Era un faisán. Estaba en una jaula de unos cincuenta centímetros de cada cara que la formaba. Su belleza contrastaba con su cabecita caída  y su  pico inclinado hacia la tierra. En sus ojos se notaba una patética tristeza. Las circunstancias le habían borrado el brillo de todos los paisajes que hasta caer en esa prisión de alambres había visto. 

No hacía falta analizar mucho la imagen. El faisán extrañaba el espacio, la tierra, la libertad. No nació para eso, le habían robado el mundo que le correspondía. Suspiré y yo también bajé la vista hacia la tierra.   Luego miré hacia las gallinas que compraría más tarde e hice un gesto como mirando el cielo que se avizoraba celeste. Alcancé a divisar que un grupo de aves cruzaba el espacio en una fila migratoria hacia algún  paraje lejano.

Volaban libres y libres habían elegido su destino En el paraíso que sombreaba la casona vecina a la forrajera revoloteaban alegres unos gorriones. Le devolví a mis ojos aquel escenario de animales y aves encerradas como esclavos esperando su comprador. Miré por última vez aquel triste faisán de plumaje extraordinario y me alejé impotente, con ganas de abrir aquellas jaulas de metal y hacer un bien por esos seres sometidos a lo que los humanos llamamos uso de razón. Me alegré de ser vegetariano, me alegré de transitar por la ruta de ese hermoso pueblo llamado  Dumesnil y me alegré de que allí, en Dumesnil, en esa bellísima  mañana,  dejara en algún lugar de la tierra,  un plan siniestro de ser dueño de cuatro gallinas.  

Un relato de Jorge Larroque.